Este fin de semana volví a mirar la película Perfect days, de Wim Wenders y -además de una sensación de paz tremenda - me dejó pensando. El protagonista es un hombre de mediana edad (¿50 y pico?) que lleva una vida de lo más sencilla; rutinaria, sí, pero son rutinas adoptadas voluntariamente. Lo vive sin presiones ni angustias, a simple vista al menos. Se despierta sin alarmas odiosas, con el sonido de la vecina que barre la calle cada mañana. Se levanta, tranquilo, acomoda su cama, se cepilla los dientes, se viste, agarra sus cosas y se va a trabajar, limpiando los modernos baños públicos en el distrito Shibuya en Tokio. Al mediodía se toma un recreo y se come un sandwich en la plaza. Observa los árboles, las sombras, la gente que lo rodea, saca fotos de rollo. Una vez que cumple con la labor, vuelve a su casa, se cambia de ropa, deja el vehículo y sale en bicicleta, y se va a cenar a la estación del metro; vuelve, riega sus plantitas (que son un misterio para mí, solo reconozco unas hojas de ginkgo biloba). Lee un libro a la luz del velador y se duerme. Al día siguiente, repite su rutina, con gusto y placer. Abre la puerta del frente y le sonríe al nuevo día.
En su departamento tiene muy pocas posesiones materiales, incluso ni siquiera parece tener un baño propio - va a ducharse a un local de baños públicos - pero tiene algo clave que creo todos ansiamos, yo en especial: paz mental. Esa tranquilidad propia del que encara su día con calma, sin ansiedad y disfruta el momento, la actividad que lo ocupa. Trabaja con diligencia, nota esos pequeños detalles que transforman lo ordinario en excepcional. Al levantarse, pliega prolijamente su colchón y duvet. Su biblioteca y colección de cassettes es envidiable. Nada fuera de lugar. Bebe el vaso de agua fresca que le ofrecen cada día - "por su arduo trabajo" - en el local de comidas del metro con un placer sin igual. Busca esos segundos donde el resplandor del sol hace juegos de luces con el follaje de los árboles y dispara una foto. No treinta y cinco, con la idea de haber cazado la toma perfecta. No. Solo saca una foto por día y espera a terminar el rollo cada semana para ir a revelarlo y comprobar si entre las copias de las fotos capturó lo que buscaba. Cuando se sube a su auto, rumbo al trabajo, pone un cassette y escucha la canción con atención. No sé si entiende la letra en inglés pero se nota que le gusta lo que escucha.
En cada escena de la película este hombre bueno y de pocas palabras me genera una especie de envidia y nostalgia de tiempos más calmos, más... vacíos de cosas. ¿No tienen ustedes también la sensación de que ahora hay demasiadas cosas que nos asaltan a diario, que se transforman en listas interminables de cosas para ver, leer, mirar, seguir, publicar, responder, hacer, buscar?
Ayer de golpe me di cuenta que ya transcurrió un mes de otoño. Es mi época favorita, la espero ansiosamente cada año. La añoro cuando estamos en verano sufriendo los 38° y los aires acondicionados. En esos días me rodeo de cosas que me recuerdan al otoño y lo sueño despierta. Ahora, estoy en otoño. Lo veo a diario. Desde mi ventana tengo una vista privilegiada, de fresnos con hojas de un amarillo intenso. Cada mañana abro la persiana y dejo que el paisaje dorado me llene los ojos lentamente. Respiro profundo y me repito: "esto es perfecto". Vivo los otros 10 meses para tener estos 2 de premio. No solo por el show visual sino por las temperaturas amables de esta época.
Día por medio tengo que soportar al comando paramunicipal de viejas amargas (el CO.PA.VI.A) que consideran que las hojas secas son basura y las barren furiosamente, aun de las veredas que no son propias. Se trasladan metros y barren, barren, barren; apilan hojas en montañitas en el asfalto y yo me río porque mientras ellas barren, el viento les hace caer más hojas sobre sus cabezas. No les digo nada, pero me enfurecen. Sé que este espectáculo - la belleza de las hojas otoñales y la ridiculez de las viejas barredoras - dura poco. En escasos días el viento habrá dejado desnudos a los árboles de toda la ciudad y ya no podré caminar sobre las hojas que hacen crunch crunch. Por eso, les saco fotos como si se me fuera la vida en ello. Saco fotos caminando por la calle y desde mi ventana. Saco, saco. Guardo. Videos también, de las hojitas en caída libre, con los pajaritos cantando de fondo. Ahí es cuando me pregunto: ¿estoy disfrutando realmente este otoño tan deseado? ¿o solo le saco fotos? Me dio miedo la noción de que ya no soy capaz de disfrutar de las cosas sin pensar en sacarle fotos o compartirlas en alguna red social.
¿Cómo era la vida antes de Instagram? ¿Cómo era disfrutar algo en forma personal, en el segundo que está sucediendo, sin la urgencia de capturarlo con una foto o video, o peor aún empezar a redactar un post mentalmente? Si no lo muestro para que otros también lo aprecien ¿no está sucediendo? ¿No alcanza ya con que lo disfrute yo misma? La mayoría de las veces que comparto algo que me gusta nadie da mucha bola... ¿eso condiciona mi disfrute del momento o la vista? ¿Ya no lo disfruté tanto si los otros no le pusieron un like al paso? Podría seguir preguntándome cosas por el estilo.
No quiero que sea así. Quiero recordar cómo era la experiencia sin redes sociales, sin ese acto reflejo de compartir una foto de lo que estoy haciendo. Necesito que mi mente re-aprenda a disfrutar de las cosas simples de la vida, como hace Hirayama en la película. Quiero tener todos mis sentidos puestos en cada momento y que sea significativo para mí.
Desde ya les recomiendo que vean la película si aún no lo hicieron. Es una joyita visual y sonora.
Las capturas de la película las tomé de aquí. La foto del fresno es mía.